miércoles, 8 de mayo de 2013

Tempus fugit, para lengua.

Que el tiempo pasa es un hecho irremediable, es nuestra condena, nuestra atadura, el acompañante de nuestro largo viaje. Durante nuestra infancia y adolescencia experimentamos una lenta subida en nuestra travesía hacia el conocimiento y la madurez que, tras llegar a la cima, experimenta una vertiginosa caída cuesta abajo y sin frenos en la que nadie, absolutamente nadie, tiene algo con lo que protegerse. Nuestras vidas están llenas de subidas y bajadas, de altos y bajos que nos van marcando y que nos van haciendo crecer personalmente. Es obvio que, durante ella, encontraremos situaciones que no querremos vivir, que daríamos lo que fuese por evitar pero, personalmente invito a toda esa gente que huye de estas situaciones a vivirlas y afrontarlas. No hay placer sin dolor, ni frutos sin sacrificio. El hecho de tener solo una vida no debería desilusionarnos sino, al contrario, debería animarnos a aprovechar cada una de las oportunidades que esta nos brinda y a vivir cada día como si fuese el último, pero no de una manera extrema; sino, más bien de una forma más moderada, tratando de adquirir conocimientos para llegar a conseguir la sabiduría suprema. Este estado es claramente inalcanzable, una utopía, pero no por serlo debería desecharse esta opción por completo. Hay dos opciones: aprovechar el tiempo o morir quejándonos del que perdimos. Obviamente, hay que aprovechar el tiempo, vivir nuestra vida (que es solo nuestra) y solucionar nuestros problemas para luego reírnos de ellos. Y este es muchas veces el miedo del ser humano: que su existencia acabe para siempre. Pero que el tiempo pase es algo necesario en nuestras vidas. Este miedo debería impulsarnos a intentar ser recordados, intentar formar parte de la historia, de aparecer en los libros que jóvenes como nosotros estudiarán. Nuestra meta es tratar de marcar nuestro aquí y ahora para siempre.

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